Sentirse culpable no era la solución, pero tampoco podía quitarse esa sensación de la cabeza. Se maldecía a sí misma por ser como era. Pero también maldecía a su madre por hacerle sentir de esa manera. Esa forma inconscientemente egoísta de llevarla a su terreno para que hiciera las cosas tal como ella las haría. Se sentía estúpida. Bien sabía que odiándola no resolvería nada, sin embargo la necesitaba, eso era innegable. Y la quería. La vuelta a su regazo una y otra vez cuando un problema aparecía era como una droga de la que deseaba desengancharse una vez su madre había pasado la invisible barrera que separaba la ayuda de la intromisión.
No podía evitarlo: la quería tanto como la odiaba. Qué extraño sentimiento.
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