domingo, 15 de febrero de 2009

Guerrilleros


Ataque: te quiero y te detesto. Me odio por hacerlo. Me digo y me desdigo. Hago, rehago y deshago; sin saber muy bien cuál de las tres opciones es la correcta. Me extravío en un laberinto inútil de ideas ilusorias. Me quemo. Me lamo las heridas y otra vez me acerco al fuego. No acepto la rendición. Me convierto en guerrillera cercando tu razón, única defensa. Ataco, fusilo y pongo zancadillas.

Contraataque: balas de indiferencia.

Tocada y hundida.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Apología de una ciudad II. El Vedado.

La Habana en agosto de 2004

Terminó de comer. Utilizando el cansancio del viaje como excusa, se encerró en su habitación. En realidad llamarle así no era más que una forma "a la europea" de ponerle nombre a ese habitáculo de dos metros cuadrados, separado del resto de la vivienda por una fina y raída cortina, donde sólo cabía una cama con el colchón repleto de bultos, una silla y dos viejos posters pegados a la pared. Intentó echar una cabezadita. Sin embargo, comenzó a dolerle todo el cuerpo, que ya estaba echando demasiado de menos su cómoda cama al otro lado del Atlántico. ¡Qué pronto se acostumbra una a lo bueno!, pensó.

Salió de casa. Su puerta daba a la vieja cochera de una casona señorial de las tantas que poblaban su barrio. Observó que se habían construido otros dos apartamentos encima del de su vecina. Debían ser sus hijos que se habían "independizado". En total diez apartamentos, uno al lado de otro, uno encima de otro, en el pequeño patio interior junto a la casa que debía estar divida en otros diez apartamentos más. Ésta era la cruda realidad de su ciudad, de su Habana, que veía aumentar su problema de superpoblación año tras año.

Una vez en la calle, intentó caminar sin mirar al suelo, como acostumbraba a hacerlo. Sin embargo, fue misión imposible. Las enormes raíces de los árboles que habían sido plantados en plena acera, pujaban por ver la luz, creando grietas y desniveles a lo largo de todo el camino. Prefirió bajar a la calzada, para no correr el riesgo de tropezar.

Una vez en la Avenida de los Presidentes o G, como se le llamaba habitualmente, pudo ver por fin, a lo lejos, el malecón. Aceleró el paso. José Miguel Gómez, Salvador Allende, Benito Juárez, Simón Bolívar. Sus piernas corrían y su nerviosismo aumentaba. El mar se veía diferente en esta parte del mundo. El mar se veía más hermoso desde el Malecón de La Habana.

Torpemente se encaramó al muro. Había llegado justo a tiempo. El gran astro rojo rozaba ya el horizonte. La melancolía se adueñó de la ciudad. Los ojos se llenaron de lagrimas. Éstos eran los efectos secundarios de presenciar la puesta de sol más bella jamás vista.

viernes, 6 de febrero de 2009

Apología de una ciudad I. Llegada.

La Habana en marzo de 2005

Tan sólo tuvo que dar un paso fuera del avión para que un fuerte golpe de calor lograra ahogarla. Por fin, ¡había regresado a casa! Respiró profundamente, nerviosa. Los olores de su tierra eran distintos, a fruta muy dulce, a sudor, a gasolina y a vida.

La Habana podría ser muchas cosas pero sobre todo era una ciudad de contrastes. El ruido de los viejos coches americanos se mezclaba con el son; la clave y el guaguancó con los gritos en el mercado; y las piezas del dominó al que jugaban unos viejecitos en la esquina con el reguetón en el radio-casette a todo volumen de los chicos del barrio.

El blanco de las sábanas colgadas en los balcones contrastaban con las licras rosa fucsia de la mujer que caminaba despacio ante la atenta mirada de un grupo de hombres de muy diferente edad; el humo negro de las guaguas; el amarillo del sol y el verde del mar; azul, blanco y rojo.

Se sentó a la sombra de un frondoso árbol en el Paseo del Prado, junto a los leones que lo custodiaban. Deseaba observar lo que ocurría a su alrededor. Eran tantos los años que había pasado fuera de la isla que sus ojos necesitaban acostumbrarse al nuevo paisaje, que por otro lado seguía siendo igual. Para La Habana los años pasaban como si nada. Tal vez una nueva grieta en la fachada de un edificio y poco más.

Un mulato pasó a su lado: "Oye linda ¿y tú de donde vienes? ¿Italia?". Sonrió y siguió su camino. ¡Cuánto tiempo había pasado! Tanto que ni sus coterráneos podían reconocer su aún latente cubanía. Se sentía una extranjera en su propia tierra.

Con ese pensamiento tomó rumbo a la casa donde nació, donde creció. Su madre estaría esperándola impaciente. "¡Qué delgada tú estás!". Sería lo primero que le diría. Y a continuación le serviría un buen plato de arroz congrí. Mientras comía y se deleitaba en el retorno a los sabores de su infancia, la voz melosa de su madre le narraba todos los chismes del barrio.

Lo había echado de menos.

domingo, 1 de febrero de 2009

Confesiones


Guardo tantas cosas en la cabeza que mis dedos no son capaces de seguir el ritmo. Me duelen las palabras. Todos los días siento deseos de clausurar este blog. Me aburro de mí misma. Todo el tiempo escribiendo sobre lo mismo: tú (quienquiera que seas), yo, te quiero, yo no, te sigo queriendo, silencio, y así hasta que me doy por vencida, corto y cambio. Sufro por deporte. Aun teniendo motivos para ser feliz, me torturo. Qué curioso ¿verdad?

En estos momentos, aquella pregunta que alguien, a quien quise mucho por poco tiempo, me hizo una vez cobra sentido: "¿Quién te ha hecho tanto daño?". Y he encontrado la respuesta: "Yo misma". Sí. He sido yo aferrándome a recuerdos, imaginarios a veces; a personas que me olvidaron; a amigos que de repente se fueron con un adiós unilateral dejándome huérfana; a hombres que me quisieron durante dos horas y me abandonaron después; al amor y todo lo que de él esperamos, cuya existencia es una mera quimera, o una enajenación momentánea... Es imperante desprenderse de los apegos.

Una y otra vez me repito a mí misma que no voy a tropezar con la misma piedra. No aprendo. Una vez que alguien logra quitarme la armadura ya estoy perdida. No se puede ser tan buena. Ni tan buena ni tan generosa. A menudo pienso que cuanto más doy, mejor se sentirá la otra persona conmigo. Sin embargo, poco influye. El amor se siento o no se siente (como escribí una vez)... el amor, la amistad, el cariño, la complicidad,... Cuando uno es capaz de dar la espalda a todo esto de la noche a la mañana sin miramientos, es que antes tampoco lo sentía. Y ahí acaba matándome. Tanto esfuerzo ¿para qué? Se me gastan las caricias, los besos, los ánimos. Como consecuencia, el próximo amigo que me ofrezca su mano, el próximo hombre que desee lo que soy, obtendrá un trocito más pequeño de mí. O tal vez no. Quizá vuelva a caer en el mismo error, y vuelva a sufrir.